martes, 15 de octubre de 2013

TRABAJO EN CLASES: HISTORIAS DE FÚTBOL



INSTRUCCIONES GENERALES:

1.- Ver el "segundo tiempo: Último gol gana" (a partir del minuto 33 hasta el 55)

2.- Escribir un comentario que responda a la siguiente pregunta:

¿Qué nos dice la películ respecto a  la niñez chilena? ¿Qué opinas de ellos

se evaluará:

a) coherencia y cohesión
b) respuesta a la pregunta problema
c) dominio de conceptos trabajados en clases
d) opinión personal.

martes, 30 de julio de 2013

EL CINE SEGÚN SLAVOJ ZIZEK



 


Quizá uno de los acercamientos recientes más provocativos en torno al cine sea el del a la vez filósofo y psicoanalista Slavoj Zizek. Influenciado por G.W.F. Hegel, Karl Marx y Jacques Lacan, Zizek explora las posibilidades que otorga el cine para pensar en términos visuales. De Hegel rescata principalmente el método dialéctico, que en la versión del esloveno no llega jamás a una síntesis; de Marx se interesa por la crítica de la ideología; y de Lacan, toma el marco teórico y la terminología en torno a la construcción del sujeto. No se trata, en su caso, de aplicar directamente el psicoanálisis a los productos de la cultura contemporánea –uno de los ejercicios más predecibles e improductivos del campo académico–, sino que de articular algunos de los conceptos centrales de la teoría lacaniana: lo Simbólico y lo Real, la mirada y la voz. El cine es el arte de las apariencias y las fantasías, por ello, es capaz de decirnos cómo la realidad misma se constituye como una construcción ideológica, social o simbólica. En este sentido, la ficción cinemática es más real que la realidad misma. Según Zizek, para entender el mundo de hoy necesitamos del cine, ya que en él encontramos esa dimensión crucial que no estamos listos para confrontar en nuestra propia realidad. 

Lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real son los tres principales registros en la constitución de la psique establecidos por Jacques Lacan. El orden de lo Imaginario tiene su base en la formación del ego en el “estadio del espejo”, es decir, en la identificación con la propia imagen especular (antes de entrar en este orden, el bebé está completamente identificado con el cuerpo de la madre). Lo Simbólico es la dimensión lingüística y está construida en base a las diferencias entre los significantes. También es el espacio en donde el sujeto se articula socialmente: es el gozne sujeto-sociedad, donde aparecen las reglas sociales, las valoraciones ideológicas, la formación del deseo, las identidades, etc. El inconsciente –el “discurso del Otro”– está estructurado como un lenguaje, y es, a la vez, el campo de la Ley que regula el deseo. La entrada del sujeto al orden simbólico (es decir, del lenguaje) supone una pérdida de goce – jouissance – que la fantasía intenta ocultar. Según Zizek la fantasía es una forma que tienen los sujetos para organizar este goce perdido, de manejar o domesticar esta pérdida traumática que no puede ser simbolizada. Lo Real se opone a lo Imaginario y está más allá de lo Simbólico, porque está fuera del lenguaje, sin embargo, es una “falta fundante” que articula el espacio simbólico. Lo Real es, en definitiva, aquello que se resiste a cualquier simbolización: es imposible (porque no puede ser integrado al orden simbólico) y esta condición le otorga un carácter traumático y reprimido. 

En The Pervert’s Guide to Cinema (2006), un documental dirigido por Sophie Finnes y presentado por el propio Zizek, el filósofo anuncia que el cine es el último arte perverso, puesto que no te da lo que deseas, sino que te dice cómo desear. En medio de una cortina sonora acompañada de una clásica figura en blanco y negro del test de Rorschach, que cambia intermitentemente sus valores lumínicos, Zizek anuncia que el problema no es que nuestros deseos sean satisfechos o no, sino cómo saber qué es lo que realmente deseamos. No hay nada espontáneo, nada natural sobre los deseos humanos, asegura el esloveno. Nuestros deseos son artificiales: tenemos que ser enseñados a desear y en eso el cine ha jugado un papel central. Utilizando un fragmento de la película Possessed (1931) de Clarence Brown, en que Joan Crawford interpreta a una mujer de clase obrera que observa embelesada lo que sucede al interior de los carros de un lujoso tren, como si se tratara de una pantalla de cine, Zizek da cuenta de cómo las ficciones estructuran nuestra realidad, de modo que la verdad de ésta deba ser buscada dentro de la ilusión y no detrás de ella. Según Zizek, el deseo es una herida de la realidad. El arte del cine consiste en despertar el deseo, jugar con él, pero al mismo tiempo, domesticarlo, hacerlo palpable y mantenerlo a una distancia prudente. 

La mirada y la voz, por su parte, son elementos centrales de una segunda etapa de la teoría lacaniana. Mirada y voz son objetos, fronteras que separan la realidad de lo Real. Ambas se encuentran de lado del objeto y no del sujeto. La mirada marca el punto en el objeto desde el cual el sujeto observador está siendo observado. Jamás podremos ver una imagen desde el punto en que ésta nos observa. Esta mirada impide observar la imagen desde una distancia objetiva y segura. Zizek ejemplifica esta mirada en Hitchcock, quien al filmar una escena en que un personaje se acerca a un objeto siniestro ( unheimlich ), extraño y familiar al mismo tiempo, lo hace yuxtaponiendo el punto de vista subjetivo del objeto con una toma objetiva del sujeto en movimiento. Éste es el caso, por ejemplo de Lilah (Vera Miles) aproximándose a la casa de la Sra. Bates al final de Psicosis (1960) y de Melanie (Tippi Hedren) acercándose a la casa de la madre de Mitch en Los pájaros (1963). En ambos casos, la imagen de la casa como vista por la mujer que se aproxima, se alterna con la toma de la mujer aproximándose. Lo que opera aquí es precisamente la dialéctica del punto de vista y la mirada: el sujeto ve la casa, pero lo que provoca ansiedad es la extraña sensación de que la casa en sí misma está ya mirando al sujeto, desde un punto que escapa de su propia vista y lo vuelve absolutamente indefenso. 

Zizek da cuenta de que el estatus de la voz ha sido estudiado en el campo cinematográfico por Michel Chion en su noción de “voz acusmática”. Ésta es una voz sin cuerpo ni portador, que no puede ser atribuida a ningún sujeto y que planea en un espacio intermedio indefinible, implacable precisamente porque no puede ser correctamente localizado. Por ello, no forma parte ni de la realidad diegética ni del acompañamiento sonoro. El ejemplo de Zizek proviene nuevamente del cine: en Psicosis el problema consiste en la relación de cierta voz (la voz de la madre) con un cuerpo, como si la voz estuviera en busca de un cuerpo para ser pronunciada. Cuando la voz finalmente encuentra un cuerpo, no es el cuerpo de la madre, sino de Norman, a quien se agarra artificialmente. En El Exorcista (1973) la voz produce el efecto del ventrílocuo, es un poder extraño que toma posesión de una niña otrora angelical en sus dimensiones más obscenas. Algo parecido sucede en El testamento del Dr. Mabuse (1933), en cuyo final sólo se percibe la voz grabada del villano. La voz posee una dimensión traumática: no es el medio sublime, etéreo para expresar la subjetividad humana, sino un intruso extraño, tal como Chaplin lo escenifica en El gran dictador  (1940). 

La voz funciona como un “objeto autónomo parcial”, afirma Zizek, como un “órgano sin cuerpo” (Deleuze) que coincide con la “pulsión de muerte” freudiana: ejemplos de esto se encuentran en la sonrisa del gato de Cheshire en Alicia en el país de la maravillas (1951), en Las zapatillas rojas (1948) de Michael Powell, en la mano móvil de Peter Sellers en Dr. Strangelove (1964) de Kubrick, en el puño golpeador de El club de la pelea (1999) de David Fincher o en Dead of Night (1945) de Alberto Cavalcanti, en que un desquiciado ventrílocuo da muerte a su muñeco para luego despertar de su episodio nervioso poseído por la voz de su marioneta. La lección de la película es que la única forma de huir de ese objeto autónomo parcial es convertirse en él. 

Tanto en The Pervert’s Guide to Cinema como en el libro Lacrimae Rerum (2006) Zizek reflexiona sobre el trabajo de directores como Hitchcock, Tarkovski, Lynch y Kieslowski. En ellos Zizek explora, entre otros temas, los conflictos entre el espacio Simbólico y lo Real, que se articulan en la relación entre la realidad y la fantasía: en Vértigo (1958) detecta cómo la realización de la fantasía de Scottie, de transformar a Judy en Madelaine, consiste en un proceso de mortificación y finalmente, se transforma en una pesadilla (Judy se convierte en una mujer muerta). En las películas del Lynch, especialmente en Carretera perdida (1997) la realidad y la fantasía aparecen mezcladas, de ahí su inquietante y a veces incomprensible narrativa. En Solaris (1973) Tarkovski escenifica un planeta en que los deseos se transforman en realidad incluso antes de volverse conscientes. El resultado de esta fantasía realizada es un Real traumático, en definitiva, una pesadilla que socava el orden de lo Simbólico. En Bleu (1993) la fantasía funciona como una distancia que permite afrontar la realidad (el vidrio que se antepone a la cámara funcionaría aquí como una fantasía reconstruida). La importancia del cine para Zizek radica en que a través de estos juegos entre realidad y fantasía es posible ver cómo lo Real – en forma de goce, alteridad, violencia, etc.– fisura las jerarquías del orden de lo Simbólico y revela cómo éste es una construcción social e ideológica. 

Estos cineastas tienen en común, además, cierta autonomía de la forma cinemática, que funcionaría no sólo como aquello que articula el mensaje, sino que como el mensaje en sí mismo. De esa manera, encontramos en Hitchcock un conjunto de motivos visuales que se repiten y que son, según Zizek, más fundamentales que la narrativa, por ejemplo, el motivo de la mano que sujeta a otra (en Intriga internacional La ventana indiscreta, Vértigo , Atrapar a un ladrón , etc.), el motivo de la mujer que sabe demasiado, pero que es sexualmente poco atractiva, el cráneo momificado, la casa gótica, la espiral (esta última, especialmente en Vértigo : el rizo de Carlota/Madeleine, la escalera de la torre, la escena del abrazo de Judy/Scottie en 360º en la habitación del hotel y la misión, donde pasado y presente se unen). 

En definitiva, Zizek remece el campo de la teoría cinematográfica al mismo tiempo que la libera de su reclusión al ámbito de la mera ficción. Desde su punto de vista, la verdad debe encontrarse en las apariencias, de allí que el estudio del cine en la época contemporánea sea de una importancia radical. En sus acercamientos Zizek demuestra de manera explícita su inclinación por el cine, algo así como su primer amor: “Lo primero que he de decir es que la filosofía no fue mi primera opción. Según una vieja tesis de Claude Lévi-Strauss, todo filósofo, todo teórico, tuvo otra profesión en la que fracasó, y ese fracaso marcó todo su ser. En el caso de Lévi-Strauss, su primera opción fue convertirse en músico. En el mío, como se puede ver claramente en mis escritos, fue el cine. Empecé cuando ya tenía trece o catorce años; incluso todavía recuerdo las películas que me fascinaron absolutamente cuando era joven. Creo que dos dejaron una marca en mí: Psicosis de Hitchcock y El año pasado en Marienbad de Alain Resnais. Vi cada una por lo menos quince veces. De hecho, me interesaba tanto la teoría del cine como su práctica, ya que también tenía una cámara súper-8. Así que la decisión originaria no fue la de convertirme en filósofo; la filosofía fue una opción secundaria, la segunda en la lista.”(Daly, Glyn. Slavoj Zizek. Arriesgar lo imposible. Conversaciones con Glyn Daly . Madrid: Trotta, 2006, p. 29)
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The Pervert’s Guide to Cinema es una excelente manera de ingresar a la lectura Zizekiana del séptimo arte. A pesar de que Lacan –máxima fuente inspiradora de Zizek– no es nombrado durante el documental, sí se cita frecuentemente a Freud, pero de un modo directo y pedagógico, en que los ejemplos cinematográficos esclarecen la teoría. Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock (2003) es una compilación de ensayos en torno al director de Psicosis entre los que se cuentan algunos del propio Zizek, que fluctúan entre la teoría lacaniana más dura y su aplicación a la cultura popular. Lacrimae Rerum incluye lecturas más extensas de los cuatro directores presentados en The Pervert’s Guide to Cinema (Hitchcock, Tarkovski, Lynch y Kieslowski), más un capítulo dedicado al análisis de Matrix (1999) y dos al ciberespacio.
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 Bibliografía
Myers, Tony y lacan.com. Chronology. Slavoj Zizek- Key Ideas  :

FUENTE:http://www.lafuga.cl/el-cine-segun-slavoj-zizek/18

jueves, 2 de mayo de 2013

EL VUELO DE JUANA

Hoy presentamos el cortometraje chileno"El vuelo de Juana" (1996)  de Verónica Quense

A continuación escribe un comentario sobre el corto en el que respondas a la siguiente pregunta:
¿Cuál es el relato referido a la identidad cultural que se puede distinguir en el cortometraje "El vuelo de Juana"?

se evaluará:

a) Dominio y aplicación de contenidos
b) Redacción
c) Registro Formal
d) Mínimo de 7 líneas


martes, 23 de abril de 2013

EL TESORO DE LOS CARACOLES

A continuación te presentamos "El tesoro de los caracoles" (2004), un cortometraje chileno dirigido por Cristián Jiménez.



Luego de ver atentamente el corto, escribe un comentario que responda a la siguiente pregunta problema:

¿QUÉ TIPO DE RELATO SOBRE LA IDENTIDAD cultural SE PUEDE DISTINGUIR EN ESTE CORTOMETRAJE?

Se evaluará:
a) Dominio de conceptos trabajados en clases respecto a  la Identidad Cultural.
b) Redacción.
c) Registro formal.
d) Mínimo de 7 líneas.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Latinoamérica Es Un Pueblo Al Sur De EE.UU /Los Prisioneros


 
Para turistas, gente curiosa
es un sitio exótico para visitar
Es solo un lugar económico
pero inadecuado para habitar



Les ofrecen Latinoamérica
el Carnaval de Río y las ruinas Aztecas
gente sucia vagando en las calles
dispuesta a venderse por algunos USA dolars

 
Nadie en el resto del planeta toma en serio
a este inmenso pueblo lleno de tristeza
Se sonríen cuando ven que tiene veintitantas banderitas
cada cual mas orgullosa de su soberanía
que tontería
dividir es debilitar


Las potencias son los protectores
que prueban sus armas en nuestras guerrillas
ya sean rojos o rallados
a la hora del final no hay diferencia


invitan a nuestros líderes
a vender su alma al diablo verde
inventan bonitas siglas
para que se sientan un poco mas importantes


Y el inocente pueblo de Latinoamérica
llorará si muere Ronald Reagan o la reina
y le sigue paso a paso la vida a Carolina
como si esa gente sufriera de subdesarrollo
Estamos en un hoyo
Parece que en realidad

Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos
Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos
Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos
Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos


Para que se sientan en familia
copiamos sus barrios a su estilo de vida
We try to talk in the jet set language
para que no nos crean incivilizados


Cuando visitamos sus ciudades
nos fichan y tratan como a delincuentes
Rusos, Ingleses, Gringos, Franceses
se ríen de nuestros novelescos directores.


Somos un pueblito tan simpático que todos
nos ayudan si se trata de una guerra armar
Pero esa misma cantidad de oro la podrían dar
para encontrar la solución definitiva al hambre
Latinoamérica es grande
debe aprender a decidir


Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos
Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos
Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos
Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos

Queridos estudiantes del 4°A, a continuación debes dejar un comentario que responda a lo siguiente:

A partir de los conceptos referidos a  la Identidad Colectiva ¿Qué puedes decir respecto a la canción de Los Prisioneros? Explica brevemente.

lunes, 11 de marzo de 2013

LITERATURA E IDENTIDAD CULTURAL

por Sergio Mancilla Torres
 
 (Fragmento. El texto completo se puede leer en el siguiete enlace: http://sergiomansilla.com/revista/poeta/ensayos/articulo_109.shtml
 


 

Se afirma, a menudo, que la literatura no sólo representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad desde donde emerge como escritura artística institucionalmente aceptada y legitimada en cuanto tal, sino que produce identidad; incluso más: ella misma, en algún sentido que exploraremos más adelante, sería identidad.[1] Miralles, por ejemplo, al referirse a la noción de “poesía del sur de Chile”, plantea una doble entrada de análisis a la relación entre literatura e identidad: cualquier denominación que territorialice la literatura ha de ser sometida a un permanente proceso de “desencialización” con el fin de resguardarse del peligro de fijarle rasgos constitutivos presuntamente inamovibles a una cierta literatura recortada en función de los límites geográficos en que ésta se produce (sur de Chile, en este caso). Para Miralles, la poesía, escrita en español, construye sus interrelaciones en el lenguaje desterritorializado de la cultura hispánica, de manera que carecería de sentido nombrarla a partir de su origen territorial local. Paralelamente, sin embargo, hace notar que la literatura produce significados que devienen producción de identidad cultural. Dado que esta identidad no puede sino pensarse como situada en un tiempo y territorio concretos, la “producción de identidad” realizada por la literatura cabría verla, en rigor, como una operación de “esencialización” (aunque siempre inestable) de una cierta formación cultural situada, que se hace presente, visible, precisamente por el texto literario que la registra, la construye y, a su modo, la fija (dentro de lo fijo que puede ser un texto literario).
Se supone -nos dice Miralles- que las cosas se nombran habitualmente respondiendo un poco a una “esencia” de esas mismas cosas; pero es algo que pongo en duda. Es cuestionable hablar de poesía del sur, sobre todo si ya es cuestionable hablar de poesía chilena. Pienso que la poesía no tiene ningún apellido, porque la poesía tiene vasos comunicantes con toda literatura. Lo que sí es legítimo, me parece, es hablar de poesía en una lengua determinada; eso me parece lógico. Pienso que los poetas del sur se llaman a sí mismo “poetas del sur” por una cuestión más bien de orgullo herido; en realidad les gustaría llamarse los “poetas chilenos”, como efectivamente yo creo que lo son, o lo somos. En el trabajo que uno hace, uno puede elegir desarrollar ciertos temas locales; pero eso no tiene ninguna importancia real en definitiva. Lo que más me interesa de la poesía que se ha hecho aquí en el sur es la línea de producción de sentido, de producción de identidad; no porque crea que esa identidad que se está produciendo sea la correcta, sino porque creo que es eso lo que, en realidad, hacen los discursos artísticos. En definitiva, el hecho de que se escriba poesía acá le da identidad a esta zona del país. Si uno se pusiera hablar de poesía del sur, habría que encontrar la “esencia de lo sureño”, cosa que me parece es algo difícil de “encontrar” (Miralles 2002: 227).
Ahora bien, si convenimos que la literatura produce, en efecto, identidad, cabe preguntarse ¿qué identidad es la que produce? ¿Cómo la produce? ¿Qué eficacia tendría esa identidad literariamente producida para la conformación de la “identidad cultural” colectiva, movilizada ésta como concepto político marcador de singularidad y diferencia? Digamos, para empezar a responder, que el concepto de identidad “remite a una noción de nosotros mismos, en función o en comparación con otros que no son como nosotros […], que no tienen ni las mismas costumbres, hábitos, valores, tradiciones o normas” (Castellón y Araos, en línea). Lo cierto es que la noción de identidad, en tanto autoimagen singularizadora, se materializa, en la práctica de la vida social, a través del hecho de que una comunidad de individuos comparte un determinado conjunto de condiciones de vida que posibilitan una constelación común de significados, asumidos éstos como patrimonio digno de defenderse y preservarse y que, en todo caso, proveen patrones, sustentables en el tiempo, de funcionamiento y de comprensión intersubjetiva de la realidad. Castellón y Araos mencionan, al respecto, tres condiciones claves para la construcción y sustentabilidad de una determinada identidad cultural: una es el lenguaje y todo el tejido de discursividades constituyentes de lo real, lo imaginario y lo simbólico (Lacan dixit) que se sustentan en el lenguaje compartido (un idioma común); otra es el territorio en la medida en que las características físicas de éste imponen “modos de habitar, de ser y de mirarse”, los que contribuyen a la construcción de una determinada especificidad cultural surgida por la necesidad de adaptación al medio. Una tercera condición sería la religión en tanto ésta “conlleva una interpretación del mundo” que provee potentes significados en términos de imaginar/ comprender el origen y sentido último de lo real, incluyendo, por cierto, la realidad personal de cada individuo. Desde una perspectiva materialista, esta tercera condición podría, sin embargo, considerarse parte de las discursividades sociales sustentadas en el lenguaje; esto porque las cosmovisiones religiosas, para que tengan valor social, han de tornarse discurso comunicable, ideológicamente integrador e identificatorio (aunque se trate a veces de una integración e identificación negativa, por oposición). Al margen de cuántas sean, al fin, las condiciones claves de posibilidad de lo identitario, lo que sí es claro es que aquello que llamamos “identidad cultural”, en su dimensión discursivo-ideológica, contiene una constelación de significados que no se agotan en la instrumentalidad fáctica cotidiana (las costumbres, los hábitos); al contrario, hallan su lugar en la conciencia de los individuos en la forma de vastos relatos que explican e interpretan el orden de las cosas del mundo, a veces configurándose como discursos rigurosamente religiosos y/o éticos que regulan las acciones de la vida social y las dotan de significado; otras veces, como alienantes mitologías y estereotipos socioculturales promovidos, a su turno, por “aparatos ideológicos de estado” operados desde sitios de poder dominante.[2] La identidad, en su dimensión discursiva, también se puede manifestar en forma de discurso cientifico-técnico, presumiblemente desmitologizado pero que, igualmente, no deja de apoyarse en un sistema de creencias más o menos indemostrables e invisibilizadas.[3] Estos relatos, sin embargo -y más allá de la tipología clasificatoria que podría hacerse de ellos-, no sólo proveen claves de comprensión e interpretación del orden de las cosas en un sentido puramente racional y epistemológico. Una de las características más determinantes de los discursos que configuran la identidad cultural es que proveen claves de identificación emocional e ideológica, las que no son (ni tienen que ser) necesariamente sometidas a pruebas de verdad en el sentido racional-científico (salvo quizás cuando se producen conflictos culturales insostenibles, caso en que las circunstancias pueden remecer hasta las creencias más arraigadas).
Hablar, entonces, de identidad cultural de una cierta comunidad de individuos histórica y territorialmente situada equivale a concebir dicha comunidad a partir de, a lo menos, tres determinaciones: a) una supuesta razón ontológica en tanto se la percibe como dada “sustancial y esencialmente”, es decir, como algo en sí y para sí, “sin perjuicio de su estructura procesual o dinámica”; b) una voluntad de mantener el “supuesto carácter de identidad sustancial” a lo largo del tiempo, de modo que ciertas maneras de ser, de pensar, de sentir, son consideradas valiosas por los miembros de la comunidad (o a lo menos por una parte de ellos) y merecen ser preservados y defendidos si fuese necesario; c) esta misma voluntad de preservación contiene la necesidad de mantener lo específico propio como marca de diferencia, que no se confunda con lo que pertenece a otros y que termine siendo absorbido por la otredad, a menudo imaginada como una exterioridad hostil y amenazante.[4] Todo esto, a nuestro parecer, forma parte de algo que podríamos llamar “identidad cultural afirmativa”: aquélla que se construye a partir del reconocimiento de la presencia, real o imaginaria, de prácticas culturales dignas de ser defendidas, preservadas y reivindicadas en un eventual escenario de conflictos culturales; conflictos que, de ocurrir, son, en última instancia, luchas por el control de los “aparatos ideológicos” generadores de los significados identitarios de una comunidad humana determinada.
Pero la identidad cultural no sólo se hace de presencias. Se hace también del reconocimiento de ausencias. Las identidades culturales están llenas de zonas deficitarias, de vacíos, de modelos débiles o incluso de antimodelos. Hay, diríamos, una no-identidad en la identidad: aquello que no se es y se quisiera ser, sea que este “querer ser” se inscriba en un horizonte de realidad posible o en el terreno de los sueños radicalmente contrarios al orden dominante (y acaso imposibles desde todo punto de vista). La identidad cultural es, en el fondo, una forma de praxis política que se manifiesta por la afirmación y reivindicación de una cierta sustancialidad esencial que, afincada en la memoria y en la práctica de la vida social, opera, hablando en sentido lato, como un dispositivo ideológico de resistencia (si se trata de culturas subalternas) o de control imperialista (si se trata de culturas dominantes).[5] Pero, asimismo, la identidad cultural puede ser una praxis no gratificante, que se perfila a partir de ausencias y debilidades que pueden actuar también como marcas de diferencia, aunque no precisamente para reivindicarlas y que delatan, por lo mismo, fisuras y contradicciones en el interior del cuerpo social. En estas condiciones, el discurso identitario se vuelve elegía, lamento, testimonio acusatorio, denuncia indignada o deseo utópico por ser otro; se vuelve esfuerzo por representar/ construir una otra identidad a través, por ejemplo, del discurso político militante (y de las acciones que éste conlleva) y/o a través de la literatura en sus diversas variantes textuales, algunas de las cuales pueden aparecer como exclusivas de una cultura singular en un momento dado justamente por la necesidad de afirmar una identidad urgente, en proceso de construcción y visibilización. Por cierto, es en las cultura subalternas o periféricas, sometidas a la presión laminadora de la globalización cultural occidental, donde la falta de “espesor cultural” puede hacerse sentir con fuerza desgarradora, a la par que la reivindicación de una cierta “esencia” cultural puede llegar a adquirir incluso rasgos de fundamentalismo ideológico, sobre todo cuando dicha reivindicación acontece como parte de un proceso de resistencia política informada por visiones nacionalistas y/o religiosas.[6]
Estimamos, pues, que la correlación literatura-identidad, para que se torne productiva en lo que concierne a la elaboración de un discurso crítico liberador, hay que inscribirla en un horizonte político de comprensión; esto dado que el reclamo por identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica literaria que problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una práctica política de visibilización que implica -por lo menos en el caso de las culturas subalternas- desafiar discursos e ideologías complacientes con estereotipos oficiales o complacientes con la negación del sujeto subalterno, desafío que colisiona con la reafirmación a ultranza de determinados sitios hegemónicos. Los efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden serle reclamados a la literatura) no son los mismos que aquéllos derivados de discursos pragmáticos orientados a definir, delimitar o defender denotativamente la identidad cultural de una comunidad concreta (manifiestos, proclamas, llamados a la acción, etc.). Si bien la literatura, puesta en la encrucijada de producir identidad, no da la espalda a la “identidad afirmativa” -y menos todavía aquella literatura que explícitamente asume una posición pro identitaria militante- sus efectos identitarios tienen más que ver con la no-identidad de la identidad, con lo ausente, con lo posible y lo imposible; ausencias que se materializan como “presencia” textual a través de la memoria metaforizada y de la imaginación literaria con que se construye la otra historia de la historia.
Dicho a la manera de Althusser, la literatura nos provee de una particular relación imaginaria con lo real, relación que se caracteriza porque lo que hace el texto literario es ofrecernos un campo de representaciones liberadas de la necesidad de ser verdaderas en el sentido de tener que ser técnicamente verificables, para fines científicos o judiciales por ejemplo. Tal libertad se configura en un vasto arco de posibilidades representacionales que van desde el realismo más extremo (e. g., un relato testimonial “hiperrealista”) hasta aquellas manifestaciones literarias informadas por la fantasía surrealista, desprendida de todo constreñimiento proveniente de la experiencia cotidiana del mundo. En todos los casos, sin embargo, hallamos un tipo de verdad que nunca está ausente: el sentido etico-político de los textos que se perfila a partir del hecho de que todo texto literario opera como un laboratorio de lenguaje en el que se ensaya una cierta manera de ordenar y registrar las cosas del mundo y el orden humano que en ellas acontece; ensayo cuya validez y confiabilidad no se mide por la “verdad” positiva de sus asertos, sino por la capacidad de los textos para generar un recurrente movimiento de efectos identificatorios (por ejemplo, con los personajes) y de efectos de extrañamiento hacia la realidad representada en los textos, movimiento que, dependiendo de la naturaleza de los textos y de la competencia analítica e interpretativa del lector, puede ser muy complejo y manifestarse en varios registros intelectuales y de sensibilidad. Es decir, se trata de un ejercicio hermenéutico que se puede materializar como un genuino acto de problematización crítica del mundo o sólo como una reafirmación de ciertas conceptualizaciones ideológicas estereotipadas.[7]
O sea que si la literatura produce identidad, tal producción acontece por lo menos de dos maneras: a través de la elaboración de mundos de ficción orientados a reafirmar una supuesta esencialidad cultural, presumiblemente identificatoria del ser, defendible en su singularidad, imaginada como una continuidad sustentadora de diferencia, estable en el tiempo. Esto es particularmente visible en literaturas militantes, que se instalan en supuestos lugares “esenciales” de la cultura y los promueven a veces apelando a populismos nacionalistas, a la exacerbación de sentimientos de identidad que contribuyen a fortalecer actitudes de adhesión a lo propio de manera tal que lo propio aparece como una realidad sin fisuras, que merece ser preservada en su pureza, blindada ante el ataque cultural-político del otro, o, incluso, que merece ser expandida para copar otredades presuntamente inaceptables. Toda literatura que pone en el centro de su sistema representacional la escenificación de conflictos culturales con/contra el otro, termina asumiendo actitudes militantes que tienden a la hipertrofia de los propio, aunque no necesariamente se termine sosteniendo posiciones de intolerancia manifiesta.
Pero -como ya se ha sugerido- la literatura no produce identidad sólo por la vía de reafirmar lo identitariamente dado. Lo hace también a través de la problematización de la realidad referida y de las estrategias retóricas constituyentes de los discursos con que se formula y comunica un cierto sector de realidad cultural a través del texto, lo que podríamos llamar el referente de la obra literaria. El texto se convierte, así, en una máquina productora de efectos de extrañeza cuyas consecuencias, en el terreno de la relación literatura-identidad, se hacen visibles en el hecho de que entonces la literatura promueve la dimensión “procesual” de la identidad; vale decir, la literatura ofrece experiencias de realidad que conducen a repensar, reimaginar, reconfigurar lo propio a través de la visibilización de sus fisuras, vacíos, carencias, incluyendo, sobre todo, los vacíos, carencias y deseos de los discursos que hablan de lo propio (como el de la misma literatura). Esto porque los discursos que hablan de lo propio son en sí mismos patrimonios de significados que definen y constituyen, en este caso de manera no gratificante, lo propio (o al menos una parte no despreciable de lo propio).
[1] Para fines del presente trabajo, entenderemos por “representación literaria” la acción de registrar y de hacer presente, en el texto y a través de él, una cierta realidad cuya existencia no es ontológicamente dependiente del texto. En otra parte he discutido con algún detalle la noción de representación literaria. Ver, al respecto, La enseñanza de la literatura como práctica de liberación (hacia una epistemología crítica de la literatura), en particular el apartado “Realidad y representación en la literatura”, pp. 59 - 65.
[2] Uso aquí la conocida fórmula de Louis Althusser tomada de “Ideología y aparatos ideológicos de estado”.
[3] Es común que en nuestra sociedad moderna, racionalista, ordenada con arreglo a fines, se le atribuya a la ciencia y a la tecnología propiedades exageradamente benéficas para el desarrollo y profundización de la modernidad a partir del el supuesto de que nos ofrece verdades incontrarrestables. La institucionalidad científica funciona igualmente como un aparato ideológico. Aunque justo es también decir que la ciencia sí, en muchos casos, ofrece verdades probadas, irrefutables, que pueden modificar las bases mismas de nuestras cosmovisiones.
[4] Sigo aquí, en lo fundamental, las tesis expuestas por Pelayo García Sierra en “Identidad cultural como mito ideológico”. Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Oviedo 1999. En línea.
[5] En las presentes notas no discuto la(s) lógica(s) de la imaginación literaria de las comunidades dominantes. Sólo menciono el hecho de que la literatura no está necesariamente ligada a posiciones de resistencia o de defensa de los más débiles. En cuanto a la noción de subalterno, hago mía la definición de Ranajit Guha: lo subalterno es “un nombre para el atributo general de la subordinación... ya sea que ésta esté expresada en términos de clase, casta, edad, género y oficio o de cualquier otra forma” (1988: 35).
[6] Debo la expresión “espesor cultural” a Bernardo Subercaseaux. Ver Chile o una loca historia, sobre todo la sección “Déficit de espesor cultural: pluralidad interferida” (1999: 57 - 63).
[7] Sólo menciono, a modo de ejemplo, los puntos extremos de oscilación. Desde luego, la realidad de la vida no se agota en un esquema dual.