lunes, 11 de marzo de 2013

LITERATURA E IDENTIDAD CULTURAL

por Sergio Mancilla Torres
 
 (Fragmento. El texto completo se puede leer en el siguiete enlace: http://sergiomansilla.com/revista/poeta/ensayos/articulo_109.shtml
 


 

Se afirma, a menudo, que la literatura no sólo representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad desde donde emerge como escritura artística institucionalmente aceptada y legitimada en cuanto tal, sino que produce identidad; incluso más: ella misma, en algún sentido que exploraremos más adelante, sería identidad.[1] Miralles, por ejemplo, al referirse a la noción de “poesía del sur de Chile”, plantea una doble entrada de análisis a la relación entre literatura e identidad: cualquier denominación que territorialice la literatura ha de ser sometida a un permanente proceso de “desencialización” con el fin de resguardarse del peligro de fijarle rasgos constitutivos presuntamente inamovibles a una cierta literatura recortada en función de los límites geográficos en que ésta se produce (sur de Chile, en este caso). Para Miralles, la poesía, escrita en español, construye sus interrelaciones en el lenguaje desterritorializado de la cultura hispánica, de manera que carecería de sentido nombrarla a partir de su origen territorial local. Paralelamente, sin embargo, hace notar que la literatura produce significados que devienen producción de identidad cultural. Dado que esta identidad no puede sino pensarse como situada en un tiempo y territorio concretos, la “producción de identidad” realizada por la literatura cabría verla, en rigor, como una operación de “esencialización” (aunque siempre inestable) de una cierta formación cultural situada, que se hace presente, visible, precisamente por el texto literario que la registra, la construye y, a su modo, la fija (dentro de lo fijo que puede ser un texto literario).
Se supone -nos dice Miralles- que las cosas se nombran habitualmente respondiendo un poco a una “esencia” de esas mismas cosas; pero es algo que pongo en duda. Es cuestionable hablar de poesía del sur, sobre todo si ya es cuestionable hablar de poesía chilena. Pienso que la poesía no tiene ningún apellido, porque la poesía tiene vasos comunicantes con toda literatura. Lo que sí es legítimo, me parece, es hablar de poesía en una lengua determinada; eso me parece lógico. Pienso que los poetas del sur se llaman a sí mismo “poetas del sur” por una cuestión más bien de orgullo herido; en realidad les gustaría llamarse los “poetas chilenos”, como efectivamente yo creo que lo son, o lo somos. En el trabajo que uno hace, uno puede elegir desarrollar ciertos temas locales; pero eso no tiene ninguna importancia real en definitiva. Lo que más me interesa de la poesía que se ha hecho aquí en el sur es la línea de producción de sentido, de producción de identidad; no porque crea que esa identidad que se está produciendo sea la correcta, sino porque creo que es eso lo que, en realidad, hacen los discursos artísticos. En definitiva, el hecho de que se escriba poesía acá le da identidad a esta zona del país. Si uno se pusiera hablar de poesía del sur, habría que encontrar la “esencia de lo sureño”, cosa que me parece es algo difícil de “encontrar” (Miralles 2002: 227).
Ahora bien, si convenimos que la literatura produce, en efecto, identidad, cabe preguntarse ¿qué identidad es la que produce? ¿Cómo la produce? ¿Qué eficacia tendría esa identidad literariamente producida para la conformación de la “identidad cultural” colectiva, movilizada ésta como concepto político marcador de singularidad y diferencia? Digamos, para empezar a responder, que el concepto de identidad “remite a una noción de nosotros mismos, en función o en comparación con otros que no son como nosotros […], que no tienen ni las mismas costumbres, hábitos, valores, tradiciones o normas” (Castellón y Araos, en línea). Lo cierto es que la noción de identidad, en tanto autoimagen singularizadora, se materializa, en la práctica de la vida social, a través del hecho de que una comunidad de individuos comparte un determinado conjunto de condiciones de vida que posibilitan una constelación común de significados, asumidos éstos como patrimonio digno de defenderse y preservarse y que, en todo caso, proveen patrones, sustentables en el tiempo, de funcionamiento y de comprensión intersubjetiva de la realidad. Castellón y Araos mencionan, al respecto, tres condiciones claves para la construcción y sustentabilidad de una determinada identidad cultural: una es el lenguaje y todo el tejido de discursividades constituyentes de lo real, lo imaginario y lo simbólico (Lacan dixit) que se sustentan en el lenguaje compartido (un idioma común); otra es el territorio en la medida en que las características físicas de éste imponen “modos de habitar, de ser y de mirarse”, los que contribuyen a la construcción de una determinada especificidad cultural surgida por la necesidad de adaptación al medio. Una tercera condición sería la religión en tanto ésta “conlleva una interpretación del mundo” que provee potentes significados en términos de imaginar/ comprender el origen y sentido último de lo real, incluyendo, por cierto, la realidad personal de cada individuo. Desde una perspectiva materialista, esta tercera condición podría, sin embargo, considerarse parte de las discursividades sociales sustentadas en el lenguaje; esto porque las cosmovisiones religiosas, para que tengan valor social, han de tornarse discurso comunicable, ideológicamente integrador e identificatorio (aunque se trate a veces de una integración e identificación negativa, por oposición). Al margen de cuántas sean, al fin, las condiciones claves de posibilidad de lo identitario, lo que sí es claro es que aquello que llamamos “identidad cultural”, en su dimensión discursivo-ideológica, contiene una constelación de significados que no se agotan en la instrumentalidad fáctica cotidiana (las costumbres, los hábitos); al contrario, hallan su lugar en la conciencia de los individuos en la forma de vastos relatos que explican e interpretan el orden de las cosas del mundo, a veces configurándose como discursos rigurosamente religiosos y/o éticos que regulan las acciones de la vida social y las dotan de significado; otras veces, como alienantes mitologías y estereotipos socioculturales promovidos, a su turno, por “aparatos ideológicos de estado” operados desde sitios de poder dominante.[2] La identidad, en su dimensión discursiva, también se puede manifestar en forma de discurso cientifico-técnico, presumiblemente desmitologizado pero que, igualmente, no deja de apoyarse en un sistema de creencias más o menos indemostrables e invisibilizadas.[3] Estos relatos, sin embargo -y más allá de la tipología clasificatoria que podría hacerse de ellos-, no sólo proveen claves de comprensión e interpretación del orden de las cosas en un sentido puramente racional y epistemológico. Una de las características más determinantes de los discursos que configuran la identidad cultural es que proveen claves de identificación emocional e ideológica, las que no son (ni tienen que ser) necesariamente sometidas a pruebas de verdad en el sentido racional-científico (salvo quizás cuando se producen conflictos culturales insostenibles, caso en que las circunstancias pueden remecer hasta las creencias más arraigadas).
Hablar, entonces, de identidad cultural de una cierta comunidad de individuos histórica y territorialmente situada equivale a concebir dicha comunidad a partir de, a lo menos, tres determinaciones: a) una supuesta razón ontológica en tanto se la percibe como dada “sustancial y esencialmente”, es decir, como algo en sí y para sí, “sin perjuicio de su estructura procesual o dinámica”; b) una voluntad de mantener el “supuesto carácter de identidad sustancial” a lo largo del tiempo, de modo que ciertas maneras de ser, de pensar, de sentir, son consideradas valiosas por los miembros de la comunidad (o a lo menos por una parte de ellos) y merecen ser preservados y defendidos si fuese necesario; c) esta misma voluntad de preservación contiene la necesidad de mantener lo específico propio como marca de diferencia, que no se confunda con lo que pertenece a otros y que termine siendo absorbido por la otredad, a menudo imaginada como una exterioridad hostil y amenazante.[4] Todo esto, a nuestro parecer, forma parte de algo que podríamos llamar “identidad cultural afirmativa”: aquélla que se construye a partir del reconocimiento de la presencia, real o imaginaria, de prácticas culturales dignas de ser defendidas, preservadas y reivindicadas en un eventual escenario de conflictos culturales; conflictos que, de ocurrir, son, en última instancia, luchas por el control de los “aparatos ideológicos” generadores de los significados identitarios de una comunidad humana determinada.
Pero la identidad cultural no sólo se hace de presencias. Se hace también del reconocimiento de ausencias. Las identidades culturales están llenas de zonas deficitarias, de vacíos, de modelos débiles o incluso de antimodelos. Hay, diríamos, una no-identidad en la identidad: aquello que no se es y se quisiera ser, sea que este “querer ser” se inscriba en un horizonte de realidad posible o en el terreno de los sueños radicalmente contrarios al orden dominante (y acaso imposibles desde todo punto de vista). La identidad cultural es, en el fondo, una forma de praxis política que se manifiesta por la afirmación y reivindicación de una cierta sustancialidad esencial que, afincada en la memoria y en la práctica de la vida social, opera, hablando en sentido lato, como un dispositivo ideológico de resistencia (si se trata de culturas subalternas) o de control imperialista (si se trata de culturas dominantes).[5] Pero, asimismo, la identidad cultural puede ser una praxis no gratificante, que se perfila a partir de ausencias y debilidades que pueden actuar también como marcas de diferencia, aunque no precisamente para reivindicarlas y que delatan, por lo mismo, fisuras y contradicciones en el interior del cuerpo social. En estas condiciones, el discurso identitario se vuelve elegía, lamento, testimonio acusatorio, denuncia indignada o deseo utópico por ser otro; se vuelve esfuerzo por representar/ construir una otra identidad a través, por ejemplo, del discurso político militante (y de las acciones que éste conlleva) y/o a través de la literatura en sus diversas variantes textuales, algunas de las cuales pueden aparecer como exclusivas de una cultura singular en un momento dado justamente por la necesidad de afirmar una identidad urgente, en proceso de construcción y visibilización. Por cierto, es en las cultura subalternas o periféricas, sometidas a la presión laminadora de la globalización cultural occidental, donde la falta de “espesor cultural” puede hacerse sentir con fuerza desgarradora, a la par que la reivindicación de una cierta “esencia” cultural puede llegar a adquirir incluso rasgos de fundamentalismo ideológico, sobre todo cuando dicha reivindicación acontece como parte de un proceso de resistencia política informada por visiones nacionalistas y/o religiosas.[6]
Estimamos, pues, que la correlación literatura-identidad, para que se torne productiva en lo que concierne a la elaboración de un discurso crítico liberador, hay que inscribirla en un horizonte político de comprensión; esto dado que el reclamo por identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica literaria que problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una práctica política de visibilización que implica -por lo menos en el caso de las culturas subalternas- desafiar discursos e ideologías complacientes con estereotipos oficiales o complacientes con la negación del sujeto subalterno, desafío que colisiona con la reafirmación a ultranza de determinados sitios hegemónicos. Los efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden serle reclamados a la literatura) no son los mismos que aquéllos derivados de discursos pragmáticos orientados a definir, delimitar o defender denotativamente la identidad cultural de una comunidad concreta (manifiestos, proclamas, llamados a la acción, etc.). Si bien la literatura, puesta en la encrucijada de producir identidad, no da la espalda a la “identidad afirmativa” -y menos todavía aquella literatura que explícitamente asume una posición pro identitaria militante- sus efectos identitarios tienen más que ver con la no-identidad de la identidad, con lo ausente, con lo posible y lo imposible; ausencias que se materializan como “presencia” textual a través de la memoria metaforizada y de la imaginación literaria con que se construye la otra historia de la historia.
Dicho a la manera de Althusser, la literatura nos provee de una particular relación imaginaria con lo real, relación que se caracteriza porque lo que hace el texto literario es ofrecernos un campo de representaciones liberadas de la necesidad de ser verdaderas en el sentido de tener que ser técnicamente verificables, para fines científicos o judiciales por ejemplo. Tal libertad se configura en un vasto arco de posibilidades representacionales que van desde el realismo más extremo (e. g., un relato testimonial “hiperrealista”) hasta aquellas manifestaciones literarias informadas por la fantasía surrealista, desprendida de todo constreñimiento proveniente de la experiencia cotidiana del mundo. En todos los casos, sin embargo, hallamos un tipo de verdad que nunca está ausente: el sentido etico-político de los textos que se perfila a partir del hecho de que todo texto literario opera como un laboratorio de lenguaje en el que se ensaya una cierta manera de ordenar y registrar las cosas del mundo y el orden humano que en ellas acontece; ensayo cuya validez y confiabilidad no se mide por la “verdad” positiva de sus asertos, sino por la capacidad de los textos para generar un recurrente movimiento de efectos identificatorios (por ejemplo, con los personajes) y de efectos de extrañamiento hacia la realidad representada en los textos, movimiento que, dependiendo de la naturaleza de los textos y de la competencia analítica e interpretativa del lector, puede ser muy complejo y manifestarse en varios registros intelectuales y de sensibilidad. Es decir, se trata de un ejercicio hermenéutico que se puede materializar como un genuino acto de problematización crítica del mundo o sólo como una reafirmación de ciertas conceptualizaciones ideológicas estereotipadas.[7]
O sea que si la literatura produce identidad, tal producción acontece por lo menos de dos maneras: a través de la elaboración de mundos de ficción orientados a reafirmar una supuesta esencialidad cultural, presumiblemente identificatoria del ser, defendible en su singularidad, imaginada como una continuidad sustentadora de diferencia, estable en el tiempo. Esto es particularmente visible en literaturas militantes, que se instalan en supuestos lugares “esenciales” de la cultura y los promueven a veces apelando a populismos nacionalistas, a la exacerbación de sentimientos de identidad que contribuyen a fortalecer actitudes de adhesión a lo propio de manera tal que lo propio aparece como una realidad sin fisuras, que merece ser preservada en su pureza, blindada ante el ataque cultural-político del otro, o, incluso, que merece ser expandida para copar otredades presuntamente inaceptables. Toda literatura que pone en el centro de su sistema representacional la escenificación de conflictos culturales con/contra el otro, termina asumiendo actitudes militantes que tienden a la hipertrofia de los propio, aunque no necesariamente se termine sosteniendo posiciones de intolerancia manifiesta.
Pero -como ya se ha sugerido- la literatura no produce identidad sólo por la vía de reafirmar lo identitariamente dado. Lo hace también a través de la problematización de la realidad referida y de las estrategias retóricas constituyentes de los discursos con que se formula y comunica un cierto sector de realidad cultural a través del texto, lo que podríamos llamar el referente de la obra literaria. El texto se convierte, así, en una máquina productora de efectos de extrañeza cuyas consecuencias, en el terreno de la relación literatura-identidad, se hacen visibles en el hecho de que entonces la literatura promueve la dimensión “procesual” de la identidad; vale decir, la literatura ofrece experiencias de realidad que conducen a repensar, reimaginar, reconfigurar lo propio a través de la visibilización de sus fisuras, vacíos, carencias, incluyendo, sobre todo, los vacíos, carencias y deseos de los discursos que hablan de lo propio (como el de la misma literatura). Esto porque los discursos que hablan de lo propio son en sí mismos patrimonios de significados que definen y constituyen, en este caso de manera no gratificante, lo propio (o al menos una parte no despreciable de lo propio).
[1] Para fines del presente trabajo, entenderemos por “representación literaria” la acción de registrar y de hacer presente, en el texto y a través de él, una cierta realidad cuya existencia no es ontológicamente dependiente del texto. En otra parte he discutido con algún detalle la noción de representación literaria. Ver, al respecto, La enseñanza de la literatura como práctica de liberación (hacia una epistemología crítica de la literatura), en particular el apartado “Realidad y representación en la literatura”, pp. 59 - 65.
[2] Uso aquí la conocida fórmula de Louis Althusser tomada de “Ideología y aparatos ideológicos de estado”.
[3] Es común que en nuestra sociedad moderna, racionalista, ordenada con arreglo a fines, se le atribuya a la ciencia y a la tecnología propiedades exageradamente benéficas para el desarrollo y profundización de la modernidad a partir del el supuesto de que nos ofrece verdades incontrarrestables. La institucionalidad científica funciona igualmente como un aparato ideológico. Aunque justo es también decir que la ciencia sí, en muchos casos, ofrece verdades probadas, irrefutables, que pueden modificar las bases mismas de nuestras cosmovisiones.
[4] Sigo aquí, en lo fundamental, las tesis expuestas por Pelayo García Sierra en “Identidad cultural como mito ideológico”. Diccionario filosófico. Manual de materialismo filosófico. Oviedo 1999. En línea.
[5] En las presentes notas no discuto la(s) lógica(s) de la imaginación literaria de las comunidades dominantes. Sólo menciono el hecho de que la literatura no está necesariamente ligada a posiciones de resistencia o de defensa de los más débiles. En cuanto a la noción de subalterno, hago mía la definición de Ranajit Guha: lo subalterno es “un nombre para el atributo general de la subordinación... ya sea que ésta esté expresada en términos de clase, casta, edad, género y oficio o de cualquier otra forma” (1988: 35).
[6] Debo la expresión “espesor cultural” a Bernardo Subercaseaux. Ver Chile o una loca historia, sobre todo la sección “Déficit de espesor cultural: pluralidad interferida” (1999: 57 - 63).
[7] Sólo menciono, a modo de ejemplo, los puntos extremos de oscilación. Desde luego, la realidad de la vida no se agota en un esquema dual.

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