por Sergio Mancilla Torres
(Fragmento. El texto completo se puede leer en el siguiete enlace: http://sergiomansilla.com/revista/poeta/ensayos/articulo_109.shtml
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Se afirma, a menudo, que la literatura no sólo representa la identidad
cultural de la comunidad o colectividad desde donde emerge como escritura
artística institucionalmente aceptada y legitimada en cuanto tal, sino que produce
identidad; incluso más: ella misma, en algún sentido que exploraremos más
adelante, sería identidad.[1]
Miralles, por ejemplo, al referirse a la noción de “poesía del sur de Chile”,
plantea una doble entrada de análisis a la relación entre literatura e
identidad: cualquier denominación que territorialice la literatura ha de ser
sometida a un permanente proceso de “desencialización” con el fin de
resguardarse del peligro de fijarle rasgos constitutivos presuntamente
inamovibles a una cierta literatura recortada en función de los límites
geográficos en que ésta se produce (sur de Chile, en este caso). Para Miralles,
la poesía, escrita en español, construye sus interrelaciones en el lenguaje desterritorializado
de la cultura hispánica, de manera que carecería de sentido nombrarla a partir
de su origen territorial local. Paralelamente, sin embargo, hace notar que la
literatura produce significados que devienen producción de identidad cultural.
Dado que esta identidad no puede sino pensarse como situada en un tiempo y
territorio concretos, la “producción de identidad” realizada por la literatura
cabría verla, en rigor, como una operación de “esencialización” (aunque siempre
inestable) de una cierta formación cultural situada, que se hace presente,
visible, precisamente por el texto literario que la registra, la construye y, a
su modo, la fija (dentro de lo fijo que puede ser un texto literario).
Se supone -nos dice Miralles- que las cosas se nombran habitualmente
respondiendo un poco a una “esencia” de esas mismas cosas; pero es algo que
pongo en duda. Es cuestionable hablar de poesía del sur, sobre todo si ya es
cuestionable hablar de poesía chilena. Pienso que la poesía no tiene ningún
apellido, porque la poesía tiene vasos comunicantes con toda literatura. Lo que
sí es legítimo, me parece, es hablar de poesía en una lengua determinada; eso
me parece lógico. Pienso que los poetas del sur se llaman a sí mismo “poetas
del sur” por una cuestión más bien de orgullo herido; en realidad les gustaría
llamarse los “poetas chilenos”, como efectivamente yo creo que lo son, o lo
somos. En el trabajo que uno hace, uno puede elegir desarrollar ciertos temas
locales; pero eso no tiene ninguna importancia real en definitiva. Lo que más
me interesa de la poesía que se ha hecho aquí en el sur es la línea de
producción de sentido, de producción de identidad; no porque crea que esa
identidad que se está produciendo sea la correcta, sino porque creo que es eso
lo que, en realidad, hacen los discursos artísticos. En definitiva, el hecho de
que se escriba poesía acá le da identidad a esta zona del país. Si uno se
pusiera hablar de poesía del sur, habría que encontrar la “esencia de lo
sureño”, cosa que me parece es algo difícil de “encontrar” (Miralles 2002:
227).
Ahora bien, si convenimos que la literatura produce, en efecto,
identidad, cabe preguntarse ¿qué identidad es la que produce? ¿Cómo la produce?
¿Qué eficacia tendría esa identidad literariamente producida para la conformación
de la “identidad cultural” colectiva, movilizada ésta como concepto político
marcador de singularidad y diferencia? Digamos, para empezar a responder, que
el concepto de identidad “remite a una noción de nosotros mismos, en función o
en comparación con otros que no son como nosotros […], que no tienen ni las
mismas costumbres, hábitos, valores, tradiciones o normas” (Castellón y Araos,
en línea). Lo cierto es que la noción de identidad, en tanto autoimagen
singularizadora, se materializa, en la práctica de la vida social, a través del
hecho de que una comunidad de individuos comparte un determinado conjunto de
condiciones de vida que posibilitan una constelación común de significados,
asumidos éstos como patrimonio digno de defenderse y preservarse y que, en todo
caso, proveen patrones, sustentables en el tiempo, de funcionamiento y de
comprensión intersubjetiva de la realidad. Castellón y Araos mencionan, al
respecto, tres condiciones claves para la construcción y sustentabilidad de una
determinada identidad cultural: una es el lenguaje y todo el tejido de
discursividades constituyentes de lo real, lo imaginario y lo simbólico (Lacan
dixit) que se sustentan en el lenguaje compartido (un idioma común); otra es el
territorio en la medida en que las características físicas de éste imponen
“modos de habitar, de ser y de mirarse”, los que contribuyen a la construcción
de una determinada especificidad cultural surgida por la necesidad de
adaptación al medio. Una tercera condición sería la religión en tanto ésta
“conlleva una interpretación del mundo” que provee potentes significados en
términos de imaginar/ comprender el origen y sentido último de lo real,
incluyendo, por cierto, la realidad personal de cada individuo. Desde una
perspectiva materialista, esta tercera condición podría, sin embargo,
considerarse parte de las discursividades sociales sustentadas en el lenguaje;
esto porque las cosmovisiones religiosas, para que tengan valor social, han de
tornarse discurso comunicable, ideológicamente integrador e identificatorio
(aunque se trate a veces de una integración e identificación negativa, por
oposición). Al margen de cuántas sean, al fin, las condiciones claves de
posibilidad de lo identitario, lo que sí es claro es que aquello que llamamos
“identidad cultural”, en su dimensión discursivo-ideológica, contiene una
constelación de significados que no se agotan en la instrumentalidad fáctica
cotidiana (las costumbres, los hábitos); al contrario, hallan su lugar en la
conciencia de los individuos en la forma de vastos relatos que explican e
interpretan el orden de las cosas del mundo, a veces configurándose como
discursos rigurosamente religiosos y/o éticos que regulan las acciones de la
vida social y las dotan de significado; otras veces, como alienantes mitologías
y estereotipos socioculturales promovidos, a su turno, por “aparatos
ideológicos de estado” operados desde sitios de poder dominante.[2]
La identidad, en su dimensión discursiva, también se puede manifestar en forma
de discurso cientifico-técnico, presumiblemente desmitologizado pero que,
igualmente, no deja de apoyarse en un sistema de creencias más o menos
indemostrables e invisibilizadas.[3]
Estos relatos, sin embargo -y más allá de la tipología clasificatoria que
podría hacerse de ellos-, no sólo proveen claves de comprensión e
interpretación del orden de las cosas en un sentido puramente racional y
epistemológico. Una de las características más determinantes de los discursos
que configuran la identidad cultural es que proveen claves de identificación
emocional e ideológica, las que no son (ni tienen que ser) necesariamente
sometidas a pruebas de verdad en el sentido racional-científico (salvo quizás
cuando se producen conflictos culturales insostenibles, caso en que las
circunstancias pueden remecer hasta las creencias más arraigadas).
Hablar, entonces, de identidad cultural de una cierta comunidad de
individuos histórica y territorialmente situada equivale a concebir dicha
comunidad a partir de, a lo menos, tres determinaciones: a) una supuesta razón
ontológica en tanto se la percibe como dada “sustancial y esencialmente”, es
decir, como algo en sí y para sí, “sin perjuicio de su estructura procesual o
dinámica”; b) una voluntad de mantener el “supuesto carácter de identidad
sustancial” a lo largo del tiempo, de modo que ciertas maneras de ser, de
pensar, de sentir, son consideradas valiosas por los miembros de la comunidad
(o a lo menos por una parte de ellos) y merecen ser preservados y defendidos si
fuese necesario; c) esta misma voluntad de preservación contiene la necesidad
de mantener lo específico propio como marca de diferencia, que no se confunda
con lo que pertenece a otros y que termine siendo absorbido por la otredad, a
menudo imaginada como una exterioridad hostil y amenazante.[4]
Todo esto, a nuestro parecer, forma parte de algo que podríamos llamar
“identidad cultural afirmativa”: aquélla que se construye a partir del
reconocimiento de la presencia, real o imaginaria, de prácticas
culturales dignas de ser defendidas, preservadas y reivindicadas en un eventual
escenario de conflictos culturales; conflictos que, de ocurrir, son, en última
instancia, luchas por el control de los “aparatos ideológicos” generadores de
los significados identitarios de una comunidad humana determinada.
Pero la identidad cultural no sólo se hace de presencias. Se hace
también del reconocimiento de ausencias. Las identidades culturales
están llenas de zonas deficitarias, de vacíos, de modelos débiles o incluso de
antimodelos. Hay, diríamos, una no-identidad en la identidad: aquello que no se
es y se quisiera ser, sea que este “querer ser” se inscriba en un horizonte de
realidad posible o en el terreno de los sueños radicalmente contrarios al orden
dominante (y acaso imposibles desde todo punto de vista). La identidad cultural
es, en el fondo, una forma de praxis política que se manifiesta por la
afirmación y reivindicación de una cierta sustancialidad esencial que, afincada
en la memoria y en la práctica de la vida social, opera, hablando en sentido
lato, como un dispositivo ideológico de resistencia (si se trata de culturas
subalternas) o de control imperialista (si se trata de culturas dominantes).[5]
Pero, asimismo, la identidad cultural puede ser una praxis no gratificante, que
se perfila a partir de ausencias y debilidades que pueden actuar también como
marcas de diferencia, aunque no precisamente para reivindicarlas y que delatan,
por lo mismo, fisuras y contradicciones en el interior del cuerpo social. En
estas condiciones, el discurso identitario se vuelve elegía, lamento,
testimonio acusatorio, denuncia indignada o deseo utópico por ser otro; se
vuelve esfuerzo por representar/ construir una otra identidad a través, por
ejemplo, del discurso político militante (y de las acciones que éste conlleva)
y/o a través de la literatura en sus diversas variantes textuales, algunas de
las cuales pueden aparecer como exclusivas de una cultura singular en un
momento dado justamente por la necesidad de afirmar una identidad urgente, en
proceso de construcción y visibilización. Por cierto, es en las cultura
subalternas o periféricas, sometidas a la presión laminadora de la
globalización cultural occidental, donde la falta de “espesor cultural” puede
hacerse sentir con fuerza desgarradora, a la par que la reivindicación de una
cierta “esencia” cultural puede llegar a adquirir incluso rasgos de
fundamentalismo ideológico, sobre todo cuando dicha reivindicación acontece
como parte de un proceso de resistencia política informada por visiones
nacionalistas y/o religiosas.[6]
Estimamos, pues, que la correlación literatura-identidad, para que se
torne productiva en lo que concierne a la elaboración de un discurso crítico
liberador, hay que inscribirla en un horizonte político de comprensión; esto
dado que el reclamo por identidad y, sobre todo, el reclamo por una práctica
literaria que problematice la identidad, no sería sino, en definitiva, una
práctica política de visibilización que implica -por lo menos en el caso de las
culturas subalternas- desafiar discursos e ideologías complacientes con
estereotipos oficiales o complacientes con la negación del sujeto subalterno,
desafío que colisiona con la reafirmación a ultranza de determinados sitios
hegemónicos. Los efectos identitarios propios de la literatura (o que pueden
serle reclamados a la literatura) no son los mismos que aquéllos derivados de
discursos pragmáticos orientados a definir, delimitar o defender
denotativamente la identidad cultural de una comunidad concreta (manifiestos,
proclamas, llamados a la acción, etc.). Si bien la literatura, puesta en la
encrucijada de producir identidad, no da la espalda a la “identidad afirmativa”
-y menos todavía aquella literatura que explícitamente asume una posición pro
identitaria militante- sus efectos identitarios tienen más que ver con la
no-identidad de la identidad, con lo ausente, con lo posible y lo imposible;
ausencias que se materializan como “presencia” textual a través de la memoria
metaforizada y de la imaginación literaria con que se construye la otra
historia de la historia.
Dicho a la manera de Althusser, la literatura nos provee de una
particular relación imaginaria con lo real, relación que se caracteriza porque
lo que hace el texto literario es ofrecernos un campo de representaciones
liberadas de la necesidad de ser verdaderas en el sentido de tener que ser
técnicamente verificables, para fines científicos o judiciales por ejemplo. Tal
libertad se configura en un vasto arco de posibilidades representacionales que
van desde el realismo más extremo (e. g., un relato testimonial
“hiperrealista”) hasta aquellas manifestaciones literarias informadas por la
fantasía surrealista, desprendida de todo constreñimiento proveniente de la
experiencia cotidiana del mundo. En todos los casos, sin embargo, hallamos un
tipo de verdad que nunca está ausente: el sentido etico-político de los textos
que se perfila a partir del hecho de que todo texto literario opera como un
laboratorio de lenguaje en el que se ensaya una cierta manera de ordenar y
registrar las cosas del mundo y el orden humano que en ellas acontece; ensayo cuya
validez y confiabilidad no se mide por la “verdad” positiva de sus asertos,
sino por la capacidad de los textos para generar un recurrente movimiento de
efectos identificatorios (por ejemplo, con los personajes) y de efectos de
extrañamiento hacia la realidad representada en los textos, movimiento que,
dependiendo de la naturaleza de los textos y de la competencia analítica e
interpretativa del lector, puede ser muy complejo y manifestarse en varios
registros intelectuales y de sensibilidad. Es decir, se trata de un ejercicio
hermenéutico que se puede materializar como un genuino acto de problematización
crítica del mundo o sólo como una reafirmación de ciertas conceptualizaciones
ideológicas estereotipadas.[7]
O sea que si la literatura produce identidad, tal producción acontece
por lo menos de dos maneras: a través de la elaboración de mundos de ficción
orientados a reafirmar una supuesta esencialidad cultural, presumiblemente
identificatoria del ser, defendible en su singularidad, imaginada como una
continuidad sustentadora de diferencia, estable en el tiempo. Esto es
particularmente visible en literaturas militantes, que se instalan en supuestos
lugares “esenciales” de la cultura y los promueven a veces apelando a
populismos nacionalistas, a la exacerbación de sentimientos de identidad que
contribuyen a fortalecer actitudes de adhesión a lo propio de manera tal que lo
propio aparece como una realidad sin fisuras, que merece ser preservada en su
pureza, blindada ante el ataque cultural-político del otro, o, incluso, que
merece ser expandida para copar otredades presuntamente inaceptables. Toda
literatura que pone en el centro de su sistema representacional la escenificación
de conflictos culturales con/contra el otro, termina asumiendo actitudes
militantes que tienden a la hipertrofia de los propio, aunque no necesariamente
se termine sosteniendo posiciones de intolerancia manifiesta.
Pero -como ya se ha sugerido- la literatura no produce identidad sólo
por la vía de reafirmar lo identitariamente dado. Lo hace también a través de
la problematización de la realidad referida y de las estrategias retóricas
constituyentes de los discursos con que se formula y comunica un cierto sector
de realidad cultural a través del texto, lo que podríamos llamar el referente
de la obra literaria. El texto se convierte, así, en una máquina productora de
efectos de extrañeza cuyas consecuencias, en el terreno de la relación literatura-identidad,
se hacen visibles en el hecho de que entonces la literatura promueve la
dimensión “procesual” de la identidad; vale decir, la literatura ofrece
experiencias de realidad que conducen a repensar, reimaginar, reconfigurar lo
propio a través de la visibilización de sus fisuras, vacíos, carencias,
incluyendo, sobre todo, los vacíos, carencias y deseos de los discursos que
hablan de lo propio (como el de la misma literatura). Esto porque los discursos
que hablan de lo propio son en sí mismos patrimonios de significados que
definen y constituyen, en este caso de manera no gratificante, lo propio (o al
menos una parte no despreciable de lo propio).
[1] Para fines del presente trabajo, entenderemos por
“representación literaria” la acción de registrar y de hacer presente, en el
texto y a través de él, una cierta realidad cuya existencia no es
ontológicamente dependiente del texto. En otra parte he discutido con algún
detalle la noción de representación literaria. Ver, al respecto, La
enseñanza de la literatura como práctica de liberación (hacia una epistemología
crítica de la literatura), en particular el apartado “Realidad y
representación en la literatura”, pp. 59 - 65.
[2] Uso aquí la conocida fórmula de Louis Althusser
tomada de “Ideología y aparatos ideológicos de estado”.
[3] Es común que en nuestra sociedad moderna,
racionalista, ordenada con arreglo a fines, se le atribuya a la ciencia y a la
tecnología propiedades exageradamente benéficas para el desarrollo y
profundización de la modernidad a partir del el supuesto de que nos ofrece
verdades incontrarrestables. La institucionalidad científica funciona
igualmente como un aparato ideológico. Aunque justo es también decir que la
ciencia sí, en muchos casos, ofrece verdades probadas, irrefutables, que pueden
modificar las bases mismas de nuestras cosmovisiones.
[4] Sigo aquí, en lo fundamental, las tesis expuestas
por Pelayo García Sierra en “Identidad cultural como mito ideológico”. Diccionario
filosófico. Manual de materialismo filosófico. Oviedo 1999. En línea.
[5] En las presentes notas no discuto la(s) lógica(s)
de la imaginación literaria de las comunidades dominantes. Sólo menciono el
hecho de que la literatura no está necesariamente ligada a posiciones de
resistencia o de defensa de los más débiles. En cuanto a la noción de
subalterno, hago mía la definición de Ranajit Guha: lo subalterno es “un nombre
para el atributo general de la subordinación... ya sea que ésta esté expresada
en términos de clase, casta, edad, género y oficio o de cualquier otra forma”
(1988: 35).
[6] Debo la expresión “espesor cultural” a Bernardo
Subercaseaux. Ver Chile o una loca historia, sobre todo la sección
“Déficit de espesor cultural: pluralidad interferida” (1999: 57 - 63).
[7] Sólo menciono, a modo de ejemplo, los puntos
extremos de oscilación. Desde luego, la realidad de la vida no se agota en un
esquema dual.